Diseñar con la gente: el futuro participativo de las políticas públicas mexicanas
Diseñar con la gente: el futuro participativo de las políticas públicas mexicanas
Los programas sociales, pese a sus buenas intenciones, con frecuencia se diseñan a partir de supuestos generales sobre la pobreza.
Los programas sociales, pese a sus buenas intenciones, con frecuencia se diseñan a partir de supuestos generales sobre la pobreza.
En México, las políticas públicas suelen construirse desde espacios técnicos donde predominan los datos, los modelos y las proyecciones. Este enfoque ha permitido avances importantes; sin embargo, también ha mostrado límites cuando la distancia entre el gabinete y el territorio se vuelve demasiado amplia. Cada vez es más evidente que, para comprender plenamente problemas como la pobreza, la inseguridad o la desigualdad, el Estado necesita integrar de manera más profunda la voz y la experiencia de las personas que viven estas realidades todos los días.
La teoría del standpoint —de autoras como Sandra Harding, Nancy Hartsock y la socióloga Patricia Hill Collins— lleva décadas señalando algo fundamental: las personas que enfrentan desigualdad, violencia o marginación poseen ventajas epistémicas, es decir, un conocimiento más preciso sobre estas condiciones que quienes las observan desde posiciones más privilegiadas. Collins lo explica con claridad: la experiencia vivida abre ángulos del mundo que la distancia institucional no siempre permite ver.
La literatura contemporánea en diseño de políticas públicas confirma esta idea. Investigadores como Jane Smith-Merry, Michael Mintrom y Nikoleta Paciscopi denominan a este tipo de saber “experticia experiencial”: el conocimiento generado desde la vida cotidiana de quienes afrontan pobreza, violencia, discriminación o carencias estructurales. Mintrom destaca que las políticas mejoran significativamente cuando incorporan la voz, la percepción y la experiencia de quienes serán directamente afectados.
México ofrece ejemplos claros. Los programas sociales, pese a sus buenas intenciones, con frecuencia se diseñan a partir de supuestos generales sobre la pobreza. Keetie Roelen, en The Empathy Fix (2025), advierte que muchos programas antipobreza en el mundo —incluidos los de América Latina— fallan por carecer de empatía estructural, es decir, la capacidad institucional para comprender la complejidad de la vida cotidiana más allá de encuestas y diagnósticos técnicos.
En materia de seguridad pública, la distancia entre quienes diseñan estrategias y quienes viven los riesgos cotidianos también se ha estudiado ampliamente. La teoría de la injusticia epistémica (Fricker, Paciscopi) muestra que, cuando el conocimiento de las víctimas se minimiza o se considera anecdótico, el Estado pierde justo la información que más necesita para prevenir la violencia o la arbitrariedad.
La tradición latinoamericana ha insistido históricamente en la importancia de la participación. Paulo Freire y Orlando Fals Borda plantearon que ninguna acción transformadora puede construirse “para el pueblo” sin ser construida con el pueblo. La psicología comunitaria —con autoras como Maritza Montero— reafirma que la participación no sólo es un principio democrático, sino una fuente de conocimiento indispensable.
De manera afín, el principio “Nada sobre nosotros sin nosotros”, impulsado inicialmente por los movimientos de personas con discapacidad, se ha convertido en un estándar internacional de derechos humanos. Su mensaje es claro: ninguna política debe diseñarse sin incluir a quienes vivirán sus consecuencias. En México, donde la brecha entre las instituciones y las comunidades puede ser muy amplia, este principio adquiere especial relevancia.
Incluso Amartya Sen, premio Nobel, sostiene que la pobreza sólo puede comprenderse desde las libertades reales de las personas. Esa comprensión requiere necesariamente su participación en la definición del problema y la construcción de soluciones.
El desafío nacional actual no radica sólo en crear nuevas políticas públicas, sino en fortalecer los mecanismos para escucharlas y coconstruirlas con la ciudadanía. La experiencia de vida no reemplaza el análisis técnico, pero lo complementa, lo orienta y, sobre todo, le otorga pertinencia.
No se trata de exigir que cada funcionario viva la pobreza, la inseguridad o la discriminación. Se trata de construir instituciones que den espacio y valor al conocimiento que surge del territorio, y que permitan que ese conocimiento dialogue con la técnica para producir políticas más humanas, más efectivas y más justas.
México no necesita más distancias entre quienes diseñan y quienes viven las políticas. Necesita puentes. Necesita escucha. Necesita innovación desde la realidad.
Y para lograrlo, se requiere que los gobernantes se rodeen tanto de personas con conocimientos sólidos en políticas públicas como de personas que hayan vivido —y comprendan desde dentro— los problemas que buscan resolver. Esa combinación de técnica y experiencia es la que permitirá construir políticas públicas verdaderamente transformadoras para el país.
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